26 marzo 2010
Despídete
Despedirse es más cotidiano de lo que parece, pero por alguna razón hay despedidas a las que le asignamos un status casi totémico. La primera a la que la elevamos a ese nivel enseña que tienen que dolerte sí o sí. Y lo cierto es que aprendes que duelen.
Ayer hablaba con la novia sobre las despedidas totémicas, recordando que a pesar de todo son mejores cuando son de un solo tajo y recordando también que cuando pasan siempre es la negra la que me dice "esto también va a pasar", y que la última vez que tuve una de esas la pioja estaba en Lima y me dijo "mejor así", mientras me ayudaba a recoger algunos pedacitos de vida que se quedaron en la plaza san martín y que las dos más dolorosas que viví estoy segura que no las superaré nunca, pero que todos los días aprendo a vivir con ellas (o con ellos que se fueron sin despedirse).
Miraba los ojitos de la novia, hinchados y compungidos, sellados con la figurita de los signos de interrogación que acompañan estas despedidas donde uno no entiende nada así lo entienda realmente. Sus ojeras eran dos bolsitas que guardaban toda la tristeza del mundo. Bolsitas que recogí con el mismo amor que meses atrás ella recogío las mías cuando colgaban de mis pestañas. En serio hubiese dado lo más que tengo para que nunca cuelguen de sus ojitos transparentes.
Recordé entonces que inauguré las despedidas totémicas en mi vida con esta canción, y que la última vez que tuve una, terminé diciendo en medio de un mar de agua salada incontenible "muchacho vete ya". Las despedidas no dejan de ser despedidas nunca, solo que uno aprende a vivir con las ausencias propias que dejan los nuevos extraños. Entonces, abracé a la novia con más fuerza y me quedé viendo como dormía bajo las estrellas, mientras yo pensaba en el sombrerero loco de Alicia en el país de las maravillas.
04 marzo 2010
Primer día de clases
No recuerdo mi primer día de clases. Dice mamá que no lloré y quien se quedó llorando fue ella, pues su unigénita correctamente uniformada con mandilito de cuadritos celestes y con dos colitas amarradas con pilimili blanco, entró por el estrecho patio diciendo "chau mami, vienes por mi más tarde, ¿ya?"
Cuenta la leyenda que cuando entré al salón de clases donde habían decenas de niños llorando desconsoladamente, me convertí en la nueva mejor amiga de la auxiliar, al acercarme a muchos de esos niñitos y niñitas diciendo "no llores, tu mamá va a volver, ¿vamos a jugar?".
Yo solo recuerdo que lloré (a escondidas, claro) el primer día de clases de Gianfranquito, allá en el 2005. No dormí por terminar de forrar sus cuadernos, como casi nunca dormía en mis primeros días de clases esperando, con los zapatos bien lustrados, que amanezca. A las 7 de la madrugada, cuando ponía la última cinta adhesiva con su nombre a su caja de colores, mi niño bajó las escaleras con su bucito verde y sus zapatillas blancas nuevitas. El mismo modelo de bucito verde que yo usara 19 años antes, mire usted.
Gianfranquito tampoco lloró el primer día de clases. Pero esta vez yo recuerdo interminables charlas de filosofía infantil de por medio para que mi ahijado cumpla dignamente el papel de empezar a caminar solo por el mundo. No calculé que derramaría lágrimas al verlo irse corriendo, arrastrando su maletita. Creció pues. No más comidas en la boca, no más mañanas de invierno jugando con el carrito grande, no más poses de bebito: crezca usted!
Entonces entendí por qué mi mamá lloró cuando me vio entrar al jardín, además de su extrema sensibilidad y su complejo de gallina: sabía que de alguna forma me había perdido. Me perdió para que me encuentre yo. Y que desde entonces me tuvo que seguir perdiendo.
El problema es que a veces me pierdo de mi, y no hay miss Charito que me ayude a encontrarme. Aunque aun hay mamá que me espere para apapacharme en medio de cualquiera de las lecciones que ahora se le ocurre darme a la vida, las cuales -hay que reconocer- no siempre puedo aprobar con las mismas maravillosas notas que en el colegio.
¿Será que los primeros días de clases ya no se anuncian con la misma anticipación y claridad que entonces? Parece que lo único que arrastro desde mis primeras incursiones ochenteras a las aulas, es la anotación al final del cuadernito: "excelente alumna, pero muy traviesa".
En ese tiempo no me bajaban mis notas por hacer travesuras, parece que ahora todo depende de ellas, y que la curiosidad -o la imprudencia- ciertamente, si no mata a la gata, al menos la deja tantito magullada.
Cuenta la leyenda que cuando entré al salón de clases donde habían decenas de niños llorando desconsoladamente, me convertí en la nueva mejor amiga de la auxiliar, al acercarme a muchos de esos niñitos y niñitas diciendo "no llores, tu mamá va a volver, ¿vamos a jugar?".
Yo solo recuerdo que lloré (a escondidas, claro) el primer día de clases de Gianfranquito, allá en el 2005. No dormí por terminar de forrar sus cuadernos, como casi nunca dormía en mis primeros días de clases esperando, con los zapatos bien lustrados, que amanezca. A las 7 de la madrugada, cuando ponía la última cinta adhesiva con su nombre a su caja de colores, mi niño bajó las escaleras con su bucito verde y sus zapatillas blancas nuevitas. El mismo modelo de bucito verde que yo usara 19 años antes, mire usted.
Gianfranquito tampoco lloró el primer día de clases. Pero esta vez yo recuerdo interminables charlas de filosofía infantil de por medio para que mi ahijado cumpla dignamente el papel de empezar a caminar solo por el mundo. No calculé que derramaría lágrimas al verlo irse corriendo, arrastrando su maletita. Creció pues. No más comidas en la boca, no más mañanas de invierno jugando con el carrito grande, no más poses de bebito: crezca usted!
Entonces entendí por qué mi mamá lloró cuando me vio entrar al jardín, además de su extrema sensibilidad y su complejo de gallina: sabía que de alguna forma me había perdido. Me perdió para que me encuentre yo. Y que desde entonces me tuvo que seguir perdiendo.
El problema es que a veces me pierdo de mi, y no hay miss Charito que me ayude a encontrarme. Aunque aun hay mamá que me espere para apapacharme en medio de cualquiera de las lecciones que ahora se le ocurre darme a la vida, las cuales -hay que reconocer- no siempre puedo aprobar con las mismas maravillosas notas que en el colegio.
¿Será que los primeros días de clases ya no se anuncian con la misma anticipación y claridad que entonces? Parece que lo único que arrastro desde mis primeras incursiones ochenteras a las aulas, es la anotación al final del cuadernito: "excelente alumna, pero muy traviesa".
En ese tiempo no me bajaban mis notas por hacer travesuras, parece que ahora todo depende de ellas, y que la curiosidad -o la imprudencia- ciertamente, si no mata a la gata, al menos la deja tantito magullada.
03 marzo 2010
La bomba
"La capacidad de reacción de un hombre contra la cultura y la moral que se le ha dado, depende siempre del calibre de la bomba que él, misteriosamente, se ocupó de enterrar debajo de todo eso. Hay quienes no les estalla nunca la bomba y a quienes les estalla tarde. Eso nunca se sabe. Pero gracias a aquellas siestas con lectura clandestina, podemos hoy saber que tenemos bomba".
Francisco Umbral
Memorias de un niño de derechas
Memorias de un niño de derechas
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